Había una vez un rey muy bueno. Pero había tantos niveles entre él y su pueblo que no le conocían. Ese pueblo era muy desgraciado.
El rey decidió hacer un “tour” personal por su reino. En cada pueblo se le organizaban recepciones, grandes banquetes, fiestas con músicos… Apelotonado entre las grandes avenidas del pueblo, que siempre se dejaba llevar por este tipo de espectáculos, gritaba:
“Viva nuestro rey!, y agitaba banderitas. Pero apenas los últimos cohetes artificiales se apagaban, otra vez se encontraban igual de desgraciados que antes, si no aun un poco más.
Fue por esto que el rey reunió a su camarilla:
Doy a mi primer ministro plenos poderes para gobernar el reino en mi ausencia. Yo, desconocido de todos, viviré en medio de mi pueblo, trabajando con mis manos. Al atardecer, me reuniré con algunos vecinos. Algún día sabrán quién soy.
Naturalmente que intervino el jefe de protocolo para objetar lo que podemos adivinar: el respeto
al rey, la mala acogida de un pueblo grosero… y concluyó:
Majestad, cuando hayáis conseguido hacer felices a una docena de vecinos, ¿habréis progresado
mucho? Quedarán aún docenas de millones de hombres desgraciados…
Querido amigo, le respondió el rey, no he esperado oírte para hacerme la misma objeción,
pero mira lo que he pensado: enseñaré a mi docena de vecinos a hacer lo mismo con otros
tres, cuatro o diez, según sus posibilidades. Si cada uno comunica así su felicidad a sus prójimos,
toda la gente del reino se transformará.
Hazlo y así será. El ejemplo nos viene de lo alto.